—¡Aleluya!
—¡Gloria a Dios!
—¡Dígale al de al lado que Dios lo ama!
—¡Más fuerte!
—¡Un aplauso para el Señor! ¡Aleluya!
Pedro conocía la rutina demasiado bien. Ese ida y vuelta embriagante desde el escenario al público. Desde aquel congreso de jóvenes en Mendoza, con apenas dieciocho años, y durante los últimos quince años al frente de su iglesia. ¡Cómo había tocado el cielo con las manos cuando subió a la plataforma por primera vez! Y cómo había sentido de forma tan palpable el poder de estar frente a tanta gente que lo obedecía ciegamente, buscando, casi deseando que les dijera qué hacer en cada momento. Esa sensación había quedado incrustada en su memoria, como los olores imborrables de algunos lugares y momentos, y seguía siendo tan real hoy como aquella noche de febrero de 1972, tan calurosa como la de esta noche.
Recordaba también cómo una voz interior, una casi imperceptible luz roja, le había advertido que le haría mal ese poder, que no tuviera nada que ver con él. Como el vino para el alcohólico, sería algo que no podría controlar. Pero la había ignorado, un poco por la importancia del evento y bastante por ese sentido del deber que arrastraba desde chico. “Los desafíos y problemas están hechos para ser superados, Pedrito, ¡no para esquivarlos!”, le había dicho su padre, mil y una veces, con ese vozarrón y su metro noventa intimidantes. Rechazar el desafío, bajarse de esa plataforma esa noche, hubiera sido esquivar el problema, borrarse. No lo hizo. Se preguntó en ese momento si el muchacho encargado de gritar las consignas esta noche habría pasado por el mismo proceso.
Miró a su derecha, desde donde un rostro desconocido le gritaba, a voz en cuello: “¡Dios te ama, hermano!”. Les respondió mecánicamente algo neutro que podría haber significado cualquier cosa. Igual, no importaba, porque nadie escuchaba en medio del griterío y las frases trilladas que todos conocían de memoria y repetían sin pensar.
Ah, la rutina… Hacer lo mismo vez tras vez. De un lado y del otro del púlpito. Arriba y abajo de la plataforma, como parejas de un baile. Si tan solo hubiera reflexionado, si hubiera parado la pelota en su momento, por voluntad propia, antes de verse forzado a hacerlo. Había tenido por lo menos dos oportunidades claras, y las había ignorado a ambas: el incidente con Sara y el papelón frente a la multitud. Todavía le dolía el recuerdo de ambas situaciones. Cuánto tiempo y cuánta amargura se podría haber ahorrado. Y ahora, el tercer aviso: el hombre misterioso de ojos azules intensos que apareció y desapareció de la nada diciendo palabras extrañamente significativas. Buscando un pañuelo para secarse la frente, cayó de su bolsillo un sobre de azúcar usado. Mientras lo levantaba del suelo recordó por qué lo había guardado. Era del café que había tomado la noche anterior con Virginia. Decía “La vida siempre te da una segunda oportunidad, pero raramente una tercera”. ¿Podía Dios hablarle a través de un sobre de azúcar?
Alguien le tocó el hombro desde atrás, y de pronto se encontró levantado de su asiento y abrazado al punto de la sofocación por un hombre gigantesco y sudoroso que jamás había visto. Mientras intentaba librarse de la mejor forma sin ofender a este hermano efusivo, sintió que ese abrazo simbolizaba la opresión de ese punto de su vida, pero también una atroz necesidad de afecto y contención.
En ese momento sintió como si todo lo que lo rodeaba esa noche le estuviera hablando directamente de su propia vida y necesidades. El sobre de azúcar. El abrazo del desconocido. Las luces y la música estridentes que caían sobre el público desde el escenario multicolor le hablaban de la vida de apariencias que había buscado y alcanzado, un espectáculo montado para los demás. Las filas de sillas ordenadas mirando al escenario remedaban el tipo de iglesia y la relación entre pastor y congregación ¬¬¬—y tal vez hasta la relación con su familia y sus amigos— que había logrado construir: ordenada, previsible, unidireccional, de arriba abajo, con él siempre en control.
Adelante y arriba, un grupo de jóvenes, micrófonos en mano, cantaba las canciones moviéndose de un lado a otro, demasiado sensualmente para el lugar. Alguna vez Pedro se había preguntado si éste no era un mecanismo más tomado del mundo secular para mantener el interés del público. El muchacho, terminada su parte del espectáculo, había dejado su lugar a otro joven algo mayor y mejor vestido, el pastor Carlos, que arremetió con renovado entusiasmo. Se lo veía contento de recibir un público acondicionado.
—¿Cuántos quieren estar contentos esta noche? —Muchísimas manos levantadas—. ¿Cuántos están tristes esta noche? —Ninguna mano—. Dígale al de al lado, con una enorme sonrisa, “Hoy no podés estar triste, porque el Señor está aquí” —Batahola general—. Ahora dígaselo al hermano o hermana que está en frente —Con un dejo de sonrisa y sacudiendo la cabeza, Pedro pensó: ¿Cómo nadie se dio cuenta de la imposibilidad lógica de esta maniobra? ¿Cómo le voy a hablar al que está enfrente mío si a su vez él le está hablando al que está enfrente de él? En realidad, sabía que no importaba mucho. La cuestión era mantener a la gente en movimiento, siempre diciéndoles lo que tenían que hacer y decir. Pararse, sentarse, saludar, cantar, repetir, ofrendar… Una especie de gimnasia eclesiástica, para evitarles el trabajo y el peligro de pensar. La obsesión por el ruido y la alegría le recordó con amargura la vez que él había usado una rutina similar para levantar el ánimo de la gente y se enteró después que en el público había un hombre que acababa de perder a su esposa. Nunca más lo volvió a ver en la iglesia. Difícilmente haya ido a otra, pensó.