Capítulo 1
Unción con aceite
John Davison Rockefeller (1839-1937)
Piensa en dar no como un deber, sino como un privilegio.
John D. Rockefeller
Por su octavo cumpleaños, Johnny recibió el mejor regalo que podría haber imaginado.
—Ven conmigo Johnny —le dijo su madre, guiándolo hacia el exterior.
Él la siguió por las escaleras, atravesaron el patio de la cocina y bajaron al gallinero. Una vez allí, Johnny contuvo la respiración, estaba muy emocionado. Quería mucho a sus pollos. ¿Realmente iba a recibir…?
—Tu propia pavita —La voz de su madre interrumpió sus pensamientos y Johnny sonrió. Ella metió la mano en el gallinero y sacó un enorme polluelo marrón de plumas suaves y hermosas y de ojos brillantes—. Tiene pedigrí —dijo con orgullo— y es tuya.
Incapaz de decir nada, Johnny la tomó de las manos de su madre y la acunó en sus brazos.
Después de eso y durante muchas noches, Johnny no pudo dormir.
Tener su propia pava era un sueño hecho realidad. Había visto a su madre cuidar de las nidadas de huevos mientras esperaba que nacieran, así como los puñados de monedas que traía a casa del mercado cuando vendía las gallinitas y los gallitos. Daba vueltas en la cama mientras pensaba en una exitosa actividad agrícola. ¿Cuántas crías tendría su pavita? ¿Cuánto dinero ganaría con su primera puesta?
Durante los siguientes meses, Johnny cuidó bien de su pavita y limpió su nido con asiduidad. Controlaba atentamente la presencia de zorros y serpientes y reparaba el gallinero cada vez que encontraba algo que pudiera causar daño. Buscaba los saltamontes más gordos y jugosos que podía encontrar para complementar el alimento que esparcía dos veces al día y se aseguraba de que siempre tuviera agua fresca y limpia.
Finalmente su pequeña pava comenzó a poner huevos. Johnny saltaba de impaciencia y daba vueltas ansiosamente mientras contaba los días que faltaban para la aparición de la adorable cría. Para su deleite, pronto aparecieron cinco polluelos ruidosos y sanos acurrucados bajo las alas protectoras de su pava.
«¡Oh vaya!, voy a ser el niño más rico de todo el condado», pensó Johnny mientras calculaba sus ganancias. «Si los vendo a veinte céntimos cada uno, obtendré un dólar en total». A mediados del siglo XIX, eso suponía una enorme suma de dinero para alguien de su edad.
Cuando los cinco polluelos tuvieron la edad suficiente, el joven Johnny los cargó en un cajón y salió a buscar un comprador. Después de presentar las virtudes y los beneficios de su producto a varios granjeros locales, Johnny se emocionó cuando un vecino aceptó comprarle los cinco polluelos. Cerró el trato con un apretón de manos y se guardó el dólar en lo más profundo del bolsillo.
Con su dinero bien guardado, el joven emprendedor corrió entusiasmado por el largo y polvoriento camino hasta su casa. ¡Era rico! ¡Podría comprar cualquier cosa! Por su cabeza pasaba un caleidoscopio de fantasías mientras sus pies avanzaban por el viejo camino de tierra. ¡Podía comprar tantas cosas: juguetes, dulces, helados! No había nada fuera de su alcance. Su madre se sentiría muy orgullosa de que su hijo fuera ahora un joven rico.
Cuando Johnny irrumpió en la cocina, respiraba con dificultad por la emoción y el esfuerzo.
—Mamá, no lo vas a creer, he vendido mis cinco pavitos. Debo ser el niño más rico de todo el condado. ¿Puedes creerlo?
Ella le estrechó la mano como a un adulto y le devolvió la sonrisa.
—Lo creo, hijo; tú podrás hacer cualquier cosa que te propongas. Eres muy inteligente y has trabajado mucho por esto.
Johnny hizo una pequeña danza alrededor de la cocina. Su felicidad al pensar en todo ese dinero solo para él era abrumadora.
—Sin embargo, hay una cosa que necesito que comprendas —dijo su madre con gesto sombrío.
Johnny dejó de bailar.
—¿Qué cosa, mamá?
—Bueno, hijo, no todo ese dinero es tuyo.
Johnny la miró estupefacto y un poco enfadado.
—Pero mamá, es mío. Trabajé duro para obtenerlo. ¿Cómo no va a ser mío?
—La Biblia dice que nuestro dinero pertenece a Dios —le explicó su madre—. Todo el dinero pertenece a Dios. Él te dio la fuerza y la salud para que ganaras tu primer dólar, y ahora te pide que cumplas con su Palabra y le devuelvas el diez por ciento.
—¡Pero eso son diez centavos de dólar, mamá! Es demasiado. —El novel empresario comenzó a negociar—. ¿Puedo darle un centavo?
—Hijo te garantizo que si cumples con tu obligación con Dios, nunca te arrepentirás.
Su madre llevó a la mesa su vieja Biblia, la abrió en el libro de Malaquías y leyó:
—«Porque yo Jehová no cambio». Eso es de Malaquías 3:6. Y más adelante dice: «¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado». Y a continuación, en Malaquías 3:10: «Traed todos los diezmos al alfolí y haya alimento en mi casa; y probadme ahora en esto, dice Jehová de los ejércitos, si no os abriré las ventanas de los cielos, y derramaré sobre vosotros bendición hasta que sobreabunde».
Cuando ella cerró la Biblia, Johnny se quedó en silencio durante un minuto mientras pensaba en esas palabras.
—Supongo que tienes razón, mamá. Después de todo, seguiré siendo el niño más rico del condado.
Johnny siguió criando pavos sanos de primera calidad y donando fielmente el 10% de cada venta a la iglesia bautista local. Con el tiempo, se convirtió en un joven exitoso y se dio cuenta de que su madre tenía razón. Jamás se arrepintió de dar a Dios el 10% de sus ingresos.