El tesoro de Ana

―Siga por favor, me encanta escucharle― le animó con dulzura.

La miró y asintió con la cabeza.

―Los médicos me dijeron que tenía Alzheimer y que es algo que es muy difícil o imposible de parar. Niña, mi hija me ha dicho que hoy tengo un buen día, que me acuerdo de todo. Por lo visto hay días que me olvido hasta de mi nombre, ¿te lo puedes creer?, ¡porque yo no! A quién se le ocurre olvidarse de su nombre, ¿eh?― y mirándola le guiñó un ojo―. Pero aunque así sea, ahora tú me has traído este regalo con mi nombre grabado― miró la armónica en sus manos―. Se me podrá olvidar el nombre vaya, ¡pero a mí no se me olvida leer!― el anciano arrugó su cara al soltar la primera carcajada. Se rieron los dos juntos por la ocurrencia.

―Muchacha, muchacha...― la miró con simpatía― ¿Qué es lo que más te gusta?― preguntó el anciano con curiosidad.

―Tocar el piano, señor Amancio. Eso es lo que más me gusta― dijo Ana sin pensárselo y sonriendo de oreja a oreja.

―Como a mí la armónica. Muy bien, niña― y se palmeó la rodilla en señal de aprobación―. Yo solía tocar a mi Azucena, ¿sabes? Cuando pasaba por la puerta de su casa, me apoyaba en la pared bajo su balcón y le tocaba las canciones que había inventado aquel día en el campo pensando en ella. Mi Azucena blanca... ¡Qué mujer más alegre y hermosa! ― miró atrás y sonrió mirando a sus hijos―. Antonia se parece a ella― y dejó soltar un suspiro nostálgico.

―La echa en falta mucho...― entendió Ana.

―Me duele hasta el respirar sin ella, muchacha. Pero..., ése es el amor― el anciano la miró entrecerrando ligeramente los ojos―. Ya sé que los viejos vivimos del recuerdo, ¡qué nos queda sino eso! Lo que hemos vivido― dejó escapar en un suspiro―. Aunque muchos no se acuerden o ¡no quieran acordarse, niña!― recalcó el anciano.

―¿Por qué dice eso?― preguntó ella extrañada.

El anciano la observó, sopesando lo que iba a decir. Luego decidió hablar.

―Para algunos el amor es motivo de dolor, para otros de arrepentimiento, es lo que tiene la vejez― dijo, levantando los hombros en señal de aceptación―. Es como si hubieras parado de escribir en tu gran libro de la vida, echaras el lápiz a un lado y te pusieras a leer. Lo malo es que no hay quien borre ni un mal punto hija, nada se puede hacer, sólo leer― sonrió pensativo―, y para algunos esta lectura es ardua tarea, pues con el tiempo entendieron sus errores o sus malas acciones, y eso es algo que nada ni nadie puede cambiar― movió su cabeza como queriendo reforzar sus últimas palabras.

―¿Y usted, señor Amancio?― preguntó, espontánea como siempre.

Su pregunta le hizo sonreír y la miró con una sonrisa campechana y risueña en su rostro.

―Yo me alegro de cada línea. He amado y aunque me olvide hasta de mi nombre, no me olvidaré de mi Azucena ― sus ojos se humedecieron de emoción―, ni de tocar mi armónica― concluyó golpeándose el pecho con ella.

El hombre entrecerró sus ojos, inclinó su cabeza ligeramente hacia la derecha, acercando así su voz.

―No importa si olvido, Ana, pues lo importante es haberlo vivido.

Y si me equivoqué, nada ya puedo hacer, y si alguien me faltó queda hoy perdonado, pues pronto todo quedará para mí en el olvido. Y un día volveré a ver a mi Azucena, mi blanca flor― sus ojos azules estaban abarrotados de vida y de lágrimas.

―No olvides nunca. El amor no se olvida― sentenció en un susurro, al tiempo que palmeaba con suavidad el antebrazo de Ana.