No recuerdo un comienzo preciso para la sospecha, el momento crítico donde un dedo señalara a nadie. El pesar había ido penetrando en la textura de la dicha confundiéndose sin rumor, pero desde hacía tiempo lo notábamos. La congoja se intoducía en las miradas; se disfrazaba en el polvoriento resplandor de los caminos que pisábamos. Se presentaba también en el interior de cada uno de nosotros, instalándose en el corazón como un visitante intruso. En ocasiones, el presagio lastimaba como una garra. Otras veces, adquiría un peso insoportable que entorpecía los latidos. De algún modo, esa acechanza era un hábito familiar desde hacia casi tres años, cuando los labios del Maestro pronunciaron el vaticinio por primera vez, junto al agua cantarina del mar de Galilea. Este mar interior (o lago) de Genesaret, siempre había sido para nosotros, los doce, el lugar donde el puñado de semillas de un sembrador cayó en tierra fértil. La costa norte del lago tuvo el privilegio de ver los primeros brotes de esa germinación.
Bañada por el Genesaret estaba Betsaida, aldea natal de Simón Pedro, de Andrés y de Felipe. Estaba Capernaum (donde yo había nacido), ciudad natal también de Santiago el mayor y de Juan. Capernaum era la ciudad amada de Jesús, donde vivió cuando dejó para siempre Nazaret. En esa zona hizo milagros. A los doce años había deslumbrado a los sacerdotes del Templo, en Jerusalén, pero cumplidos los treinta, en Capernaum irritó por vez primera a los fariseos, que dominaban la Asamblea de la ciudad. En un paraje de la ribera llamado Tabgha, trece estadios* al este de Capernaum, el Salvador alimentó con siete peces y con algunos panes a cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños que los acompañaban. En la ribera oriental del lago estaba Magdala, donde una mujer piadosa llamada María dio aposento al Señor cuando los fariseos de la ciudad lo acosaban pidiéndole una señal del cielo. Esta magdalena se sintió tan maravillada por las enseñanzas de Jesús que desde entonces lo siguió como una discípula más. Y en esa ribera, en ese mar de Galilea, el Salvador nos mostró el asombroso prodigio de andar sobre las aguas, una noche de oleaje.
Aquella primera revelación que refiero había pasado, no obstante, sin demasiada huella entonces, al hallarnos abrumados por el influjo irresistible de aquel hombre que profetizaba con una luz nueva. De cualquier modo, toda esa inquietud de fondo convivía con la dicha de hollar el paso de Jesús. Sólo había que mirarlo a los ojos para creerle y aceptar el reino que predicaba.
En un principio fueron dos las almas que Jesús reclamó para que le ayudaran en su tarea, dos almas con nombre. Luego se añadieron dos nombres más, luego uno más y luego otro. Al poco tiempo éramos
*) Unos 2,4 Km. 1 Estadio = 185 m.
muchos, hasta que un día Jesús se retiró al monte y oró toda la noche. Cuando llegó la mañana, convocó a todos (que sumaban un gran número) y escogió a doce, para encargarles una misión y para que siempre estuviesen con Él. Yo estaba entre los doce. Verdaderamente aprendimos a caminar en la luz. Gracias a ella pudimos realizar la tarea requerida.
Antes de partir a la misión Jesús nos dio autoridad sobre los espíritus inmundos, para que los echásemos fuera y para sanar toda enfermedad y toda dolencia. Sin esa imposición habríamos vagado desarmados por los caminos de Israel. Pero logramos el propósito sin que un solo hueso del cuerpo se nos quebrantara. Por toda la tierra de Israel donde el Señor nos envió sanamos enfermos, limpiamos leprosos, resucitamos muertos y echamos fuera demonios. Hubo tropiezos y sinsabores, mas el látigo y el escarnio pasaron sin daño, porque el reino de los cielos se acercaba con nosotros. Mudas se quedaban las cárceles cuando nos abrían las puertas. Disponíamos de un antídoto, de una armadura inexpugnable, un escudo llamado fe que nos abrió paso ante todo y que nos hizo conocer la gloria del cielo y la esperanza en la tierra.
Este preámbulo concierne al éspíritu más que a la carne. El espíritu es el soplo que confiere volumen a la existencia, aunque sea el cuerpo el que la contenga. El cometido de mi mente es destacar, esta vez, la brusca contradicción entre la dicha y la desgracia. Los cinco días que hablan por mi mente testimonian el presagio aparente de un final. Cierto es que el dolor señorea el recuerdo, pero cierto es también que ese final es una culminación, un despertar, un pináculo más alto que todo el esplendor que felizmente conocimos.
Los cinco días que refiero transcurren desde el domingo 10 de nisán hasta el plateado jueves 14 de nisán, que anuncia el comienzo de la Pascua porque es el primer plenilunio del año. Nisán es el mes inicial del año judío, el que reverdece los prados y recoge la cebada y el lino. Es el mes de los primeros vientos cálidos que avivan la esperada naturaleza. Pero hago notar que la esencia de aquellos cinco días se condensan en la impostura de una noche, la última (que iniciaba el viernes 15), cuando el grito de Dios estremeció los rincones del cielo y de la tierra.